
Fragmento de “Alfredo Alcón. El actor de la utopía”, de Osvaldo Andreoli. Editorial Leviatán. Buenos Aires, 2020.
El espectáculo de Alfredo Alcón
Alfredo Alcón nos brindó un espectáculo aparte: el desarrollo de una personalidad.
En vísperas de un nuevo milenio se lo retrataba como “el emblema perfecto del actor de raza, siempre ajeno al oportunismo, su trayectoria es uno de los pocos motivos de orgullo en un país ganado por la desilusión, la estafa y las sorpresas desagradables. Saber que existe Alfredo Alcón es la garantía de una nobleza en vías de extinción y una actitud ante el arte y la vida que nos enriquece a todos…”. Su trayectoria es un paradigma deslumbrante. “Con la muerte de Alfredo Alcón hay una ética del teatro que se va, una manera de pensar el arte. Es la terminación de una concepción de teatro, pero no por una cuestión estética, porque era muy moderno. Incluso en su última obra, Final de partida, fue muy fuerte verlo en el escenario. Su actuación era muy intensa y generaba una sensación en el público muy impactante. Eso es lo que de alguna manera se pierde. Era un actor que con su presencia lograba que el público fuera arrastrado por su voz, su cuerpo y su calidad a tener contacto con las cosas más bellas. Era un gran artista”. Su ejemplaridad acompañó a varias generaciones. Revive entre los que no nos fallaron. Quiso que lo recordasen como un actor testimonial. Supo mirar cara a cara, sin avergonzarse, al joven que fue.
Y nos proponía:
Hay que dejar de hacer el juicio “ese está loco”. Al fin y al cabo, visto desde nuestra racionalidad moderna, la gente que ha hecho cosas enormes por la humanidad, en la cima de lo humano, son personas que vistas desde el equilibrio parecieran estar locas. Cuentan cosas de Leonardo Da Vinci que, si eras vecino del edificio, uno se hubiera quejado al consorcio. Lo mismo de Shakespeare, Marlowe o el mismo Che Guevara… Cualquiera que se salga de sí mismo es mal visto. En la Biblia hay una frase que, a mi modo de ver el mundo, es una gran verdad. “Para encontrarse uno tiene que perderse”. Creo que vale la pena perderse, entonces. Una pregunta capciosa lo hizo definir a los 31 años: su mayor deseo era tener un teatro para hacer repertorio.
–¿Cree que toda excelente teoría debe ser llevada a la práctica cueste lo que cueste?
–Sí, claro–.
La réplica parece expresar un voluntarismo acérrimo, caro a la época. Lo cual no desvirtúa el buen sentido del principio-esperanza de Ernst Bloch. Ya que siguen vigentes las razones que motivaron las experiencias frustradas. Y perdura el imaginario deseante para “cambiar el mundo”.
–Se está tratando de que los valores culturales se pierdan, porque un pueblo que no piensa es más fácil de domesticar. Hay en la Argentina y fuera de ella, una tendencia hacia el entretenimiento. Se habla de la muerte de la utopía, sin comprender que solo en la medida en que se es utópico uno es persona. Pero decir que se acabó es un ejercicio de domesticación que está rindiendo frutos… A veces aparece algo. Basta ver una imagen para acordarse de que ser joven, entre otras cosas, es luchar contra la injusticia. Y aunque fracasemos, la injusticia seguirá existiendo, y por lo tanto la lucha tiene sentido. Me gusta pensar, cuando elijo una obra, que tal vez ese mismo entusiasmo que yo siento pueda pasárselo a otra persona, aunque sea por un momento.
Un mensaje desde Madrid, a principios de siglo:
–Lo único que no me atrevo a vivir es la desesperanza, por eso me da un poco de miedo esto de que nada pase. Porque cuando algo se mueve pueden ocurrir milagros, por pequeños que sean. Hay algo que se está rompiendo. No sé que habrá en su lugar. A lo mejor hay un tiempo de vacío, de no creer en nada. Ni en las tonterías en que hemos creído… Sé que todas las posibilidades están allí, que son reales. Y que lo mejor que podemos hacer es que cada uno haga bien su trabajo y nos rompamos el alma. Aún sabiendo que el camino es duro… como Sísifo, buscar la piedra aún sabiendo que se caerá.
Asumió su compromiso en la confrontación de símbolos y valores. Enraizado en una herencia cultural y en la ebullición de nuestro teatro. Exponente de la categoría de los actores argentinos. Su rasgo característico era el enriquecimiento de la personalidad. Su meta no era el dinero. Al contemplar el espectáculo completo nos impregnamos de nobles sentimientos. Sobre todo de admiración, un relámpago que enciende pasiones y fuerzas morales.
Una tarde lo escuchamos a viva voz:
“Esta sociedad nos quiere optimistas, no esperanzados. El optimismo sirve para tapar; tapa agujeros. La esperanza es dolorosa, hay que luchar”.
Un gesto se prolonga más allá del recital en la escena. El gesto como valor simbólico. Cálida esencia humana.
Permanece en las imágenes latentes que impregnaron al espectador.
Alfredo Alcón se adelanta, salta al proscenio, anuncia:
El espectáculo va a comenzar. Pasen señores, pasen. ¡El espectáculo va a comenzar!
(Continuará…)
Osvaldo Andreoli – Alfredo Alcón. El actor de la utopía. Editorial Leviatán, 2020.